Un sobre de levadura tiene algo que decir sobre el futuro de las ciudades post COVID-19

A mediados de marzo la levadura se agotó en Santiago, Chile, tal como al inicio de la crisis social en 2019. Siendo Chile el segundo mayor consumidor de pan per cápita del mundo, parece ser que ante la incertidumbre, la respuesta en el país sudamericano es el pan. Ahora todos queremos hacer pan. Me incluyo.

Hoy llegaron a mi casa dos sobres de levadura seca, junto al resto de mis compras de supermercado por internet. Y al leer la información técnica del envase, me llevé una sorpresa al descubrir cuántas fábricas y oficinas forman parte de la cadena de suministros de mi levadura. También me sorprendí al saber que las hamburguesas que compré se fabrican en el sur de Chile y se exportan a Argentina y Colombia, mientras la levadura se fabrica en Argentina y se exporta a Chile. Es como venderle mezcal a México.

Esto de la globalización, la interconexión mundial y las inesperadas cadenas de producción no son ninguna novedad, pero la pandemia actual del COVID-19 y nuestra ansiedad ante un futuro difícil de dislumbrar me llevó a reflexionar sobre el futuro de nuestras ciudades.

La travesía de un sobre de levadura

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Vista aérea de un centro de distribución. © Marcin Jozwiak / Shutterstock

125 gramos de levadura fueron producidos en El Manantial, un sector industrial a las afueras de Tucumán, una ciudad al norte de Argentina. La fábrica le pertenece a Calsa —la Compañía Argentina de Levaduras—, empresa que está en Lanús Este, al sur de Buenos Aires, capital de Argentina. A 1.257 kilómetros de El Manantial. La levadura luego cruza la cordillera de los Andes para ser importada y distribuida en Chile por Levaduras Collico. Sus oficinas centrales están a las afueras de la ciudad de Valdivia, a 2.151 kilómetros de El Manantial y a 1.846 kilómetros de Calsa. Sin embargo, la levadura no se envasa en Valdivia, sino otra compañía se encargará de hacerlo: la Sociedad Envasadora Plaspak Limitada, a 816 kilómetros al norte de Valdivia, en las afueras de Santiago.

Ni Calsa ni Plaspak me venderán la levadura. La gerencia comercial de Collico está en ENEA, un centro industrial en la periferia norponiente de Santiago, a 37 kilómetros al norte de Buin. ENEA es un hub estratégico en todos los procesos logísticos posibles de la capital chilena: está conectada a Santiago, puertos y el resto del país a través de las autopistas urbanas, interegionales y nacionales más importantes de Chile.

Como yo compré levadura al supermercado Jumbo —una cadena de supermercados perteneciente al holding Cencosud, con operaciones en Chile, Argentina, Colombia, Brasil y Perú— probablemente la cadena recibe los camiones de Collico en sus propias sucursales, o bien, en Bodegas San Francisco, una empresa de la que es cliente y se dedica al arriendo de bodegas. Esta compañía tiene bodegas cerca de ENEA, pero también en otros puntos de la periferia santiaguina y en las afueras de otras cinco ciudades chilenas. La compañía también administra bodegas en la periferia de Lima, la capital peruana. Desde Bodegas San Francisco o el supermercado más cercano a mi casa comienza el servicio de última milla (last mile), es decir, el traslado desde un hub de operaciones hasta el destino final.

Con las cuarentenas parciales y totales impartidas por gobiernos de todo el mundo, no solo los indicadores de contaminación atmosférica y lumínica han disminuido y los animales han ocupado calles, parques y tiendas, sino también infraestructuras como avenidas, ciclovías y veredas están subutilizadas. Todos los días parecen una tarde de domingo. Las calles se han convertido en infraestructuras para movilizar trabajadores de sectores prioritarios y para el despacho de servicios de última milla: Rappi, Uber Eats, PedidosYa o Cornershop, en el caso de Chile, además de cientos de compañías, restaurantes, almacenes y emprendimientos por redes sociales que han optado por hacer sus propios despachos.

Las grandes crisis pueden gestar gran cambios, pero también aceleran y pulverizan las tendencias que se venían incubando. ¿Automatización, bitcoin, populismos, crisis climática, impresión 3D? Veamos qué pasa. Por ahora, la pandemia ha permitido testear a escala global la conversión masiva y la escalabilidad del e-commerce. Por ejemplo, en Chile hay más teléfonos que personas y si bien en 2018 el 1% de las compras de supermercado en Chile se hacía online, en 2019 se estimaba que 6 de cada 10 chilenos compraba mensualmente por internet.

Volvamos a la levadura.

Una red de periferias

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Cotainers apilados en un puerto. © Magnifier / Shutterstock

Estos sobres de levadura han visibilizado no solo la periferia, sino una red de periferias. La producción, empaquetado y gestión comercial están en las afueras de cuatro ciudades. Adicionalmente, algunas etapas son doblemente periféricas, pues se desarrollan en ciudades periféricas de los centros económicos nacionales: Tucumán para Buenos Aires y Valdivia para Santiago. Esta también es una red de anónimos: ignoramos quienes integran las cadenas de suministro que permiten que la levadura llegue a nuestra casa. Parafraseando una peculiar anécdota del economista Paul Seabright: ¿quién se encarga del pan en tu ciudad? Nadie. ¿Es relevante? Aparentemente, no.

Jumbo presentó su propia app en abril de 2019, siete meses después que el gigante estadounidense Walmart (que opera en Chile a través de Líder, la principal competencia de Jumbo) anunciara la compra de la aplicación chilena de última milla Cornershop. En ese entonces, Hans Hanckes, gerente de e-comerce de los supermercados Cencosud, declaró al periódico chileno El Mercurio:

Los clientes de nuestra app le están comprando directamente a Jumbo, no le están encargando su compra a un tercero [...] Quienes están escogiendo sus productos tienen el conocimiento y la actitud para ser un shopper de Jumbo

Así Hanckes visibiliza parcialmente esta cadena de periferias y anónimos al asegurarnos que, en la elección de nuestra compra, sí hay algo que debemos saber: le estamos comprando “directamente a Jumbo” y los repartidores son contratados directamente por la empresa. Este es también un mensaje a la competencia.

Las aplicaciones de última milla funcionan bajo un modelo uberizado: quienes compran (shoppers) y quienes despachan (delivery) ni son empleados de la app ni del supermercado, sino personas independientes, sin contratos ni certezas —precariats, según Guy Standing— que conectan a través de una app con quienes quieren comprar. Estas apps cobran un cargo de servicio por cada producto que vemos en el catálogo —entre 8% y 16%, en el caso de Cornershop. En esta misma app, tanto shopper como delivery cobran una comisión definida por cantidad de pedidos y peso, además de la cantidad de productos únicos (shopper) y kilómetros de traslado (delivery). No son personas anónimas porque no veamos sus rostros, sino porque sabemos lo mínimo del otro: yo sé que alguien traerá mi pedido y veré su trayecto en tiempo real, mientras la otra persona tendrá acceso a mi nombre, mi número de teléfono y mi dirección. SIn embargo, quién más sabe de ambos es la app.

El despacho de Jumbo en Chile se apoya en Beetrack, una compañía chilena que ha desarrollado un software de seguimiento en línea de envíos de productos, alcanzando las 12.000 entregas por hora para más de 400 clientes en todo el mundo. Beetrack monitorea los pedidos, entrega informes analíticos a Cencosud sobre cómo mejorar la operación logística, envía notificaciones al cliente en tiempo real sobre el estado del pedido, la ubicación del camión y la hora estimada de recibo de la compra y, al igual que Google Maps, optimiza las rutas de traslado del despacho desde sus sucursales. Estamos describiendo una tecnología cotidiana hoy en día, pero inédita en 2010.

Una crisis global, simultánea y en cámara lenta

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Una ciclista pedalea en París durante la cuarentena declarada en Francia por la pandemia COVID-19. Imagen © Frederic Legrand - COMEO

Claro, durante la cuarentena algunos podemos quedarnos en casa. Sin embargo, todo un mundo sigue en movimiento y no lo vemos. Eso sí, tampoco lo veremos hasta que nos decidamos a hacerlo, porque no es obligatorio como consumidor.

Por esta razón, movimientos como el comercio justo, el vegetarianismo o el slow food apuntan a que nos hagamos cargo de dónde viene lo que comemos, ya sea por los efectos de la presión productiva en nuestra biodiversidad; el abuso de grandes corporaciones en la negociación con pequeños productores o la amenaza de la desaparición de miles de alimentos y saberes únicos por no adaptarse a los requerimientos de la industria alimentaria. Para el antropólogo francés Claude Fischler la industrialización de los procesos alimentarios ha creado la gastro-anomía: como no sabemos qué comemos, no sabemos quiénes somos. Esta incertidumbre existencial puede ser extrapolada a los mercados en la era del Big Data: las empresas saben qué venden, pero no quiénes compran. Así compañías como Facebook y Google han cimentado su éxito respondiendo a esa necesidad.

La pandemia del COVID-19 se ha desarrollado como una crisis global, simultánea y en cámara lenta. Entre arquitectos y urbanistas, es irresistible vaticinar que veremos grandes cambios irreversibles en las ciudades. Alguna tipología disruptiva, un nuevo estilo arquitectónico, nuevas pedagogías raicales. Sin embargo, si nos asomamos por el balcón o la ventana de nuestra habitación, ¿hay alguna forma de identificar cuánto ha cambiado nuestra ciudad en la última década debido a Amazon, Uber, Cornershop, WeChat, Grindr, Tinder, Instagram, Facebook, Twitter, Youtube, Netflix, Spotify, Snapchat o Beetrack? No hay certeza alguna que esta sea la crisis que finalmente nos volverá mejores personas o que nos permitirá diseñar mejores ciuades. Es más un deseo que una proyección factible.

Hace algunas semanas, Michael Spence, Premio Nobel de Economía 2001, fue consultado sobre el funcionamiento de la economía mundial post-COVID 19: mayor aversión al riesgo, apuesta por tecnologías digitales y “una diversificación de las cadenas de suministro, ante la evidente dependencia de algunos pocos países”. Entonces, ¿de dónde llegará la levadura en diez años más?

De seguro el impacto de las transformaciones económicas en lo cotidiano dirá más sobre las ciudades que la propia arquitectura para ese entonces. Seguirán coexistiendo la autoconstrucción y los planes maestros; el ladrillo y el hormigón; el low-tech de Al Borde y el legado paramétrico de Zaha Hadid. Mientras tanto, en este eterno presente al que estamos forzados en cuarentena, seguiremos angustiados, ansiosos e incluso aburridos, pensando en cómo serán las ciudades del futuro. Olvidamos el hecho que las ciudades siempre están cambiando, pero como nosotros estamos obsesivamente en movimiento, no nos habíamos detenido para darnos cuenta.

Este artículo es parte de una investigación en curso sobre los efectos de la pandemia COVID-19 en las ciudades y la arquitectura, desarrollada por el autor. Sigue atento a los próximos artículos.

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Sobre este autor/a
Cita: Valencia, Nicolás. "Un sobre de levadura tiene algo que decir sobre el futuro de las ciudades post COVID-19" [What a Yeast Sachet Can Tell Us About the Cities of the Future] 16 may 2020. ArchDaily en Español. Accedido el . <https://www.archdaily.cl/cl/939293/un-sobre-de-levadura-tiene-algo-que-decir-sobre-el-futuro-de-las-ciudades-post-covid-19> ISSN 0719-8914

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