
Alrededor de la una de la mañana en El Cairo, y pese a la oscuridad de la noche, todo se siente amarillo. Llegar a una ciudad de 9 millones de habitantes con un aeropuerto que mueve 3 millones de personas diarias es sobrecogedor, abrumador, o como diría Lovecraft describiendo a los que acechan en la noche, indescriptible e innombrable. En la penumbra, ya en la habitación de un hotel que algún lejano día tuvo su esplendor, puedo ver a lo lejos, escondida tras la siempre presente niebla, a la Gran Pirámide de Giza.